Por
Juan Ciucci
Desde la llegada a Río Gallegos,
uno piensa en visitarlo. Quizás como un modo de recuperar aquellas jornadas en
donde nos congregamos en Plaza de Mayo, a despedirlo. Cierta necesidad de decir
presente, ahí donde ahora descansa, en su tierra. De donde salió y a donde
volvió, en un derrotero en el que construyó un capítulo fundamental de nuestra
historia. Una nueva peregrinación, que tantos compañeros nos han contado, y con
quienes compartimos aún el dolor ante la pérdida.
Un cementerio chico, en una
ciudad de esta Santa Cruz surcada por el frío y el viento. Me toca un día
nubloso, para variar. No tardo mucho en llegar, no es difícil ubicar el inmenso
mausoleo. Cerca, dos chiquilines andan rondando tumbas. Me detengo frente a la
de Néstor, monumental. Se me acercan, da la impresión de que se han rateado, andan
con unos guardapolvos que adivino de alguna secundaria pública local. “¿Usted
es kirchnerista, está en una básica?”, me dice uno. Le contesto, le afirmo su
sospecha. “Dicen que hay plata adentro, por eso está cerrado”, me dice el otro.
No llega a ser ofensivo lo que dicen, lo están repitiendo cual mito urbano, sin
ganas de molestar, casi como lo único que podrían decir en ese momento, ante
esa tumba. “¿Estará él adentro?, dicen que no”, vuelven a repetirme.
Imposible no pensar cómo esos
discursos gorilas que se propalan van construyendo el sustrato para futuros
dislates. Si la restauración conservadora llegara a imponerse en algún futuro
(muy) cercano, no sería tan ilógico imaginar un allanamiento a esta tumba.
“Buscando el dinero de la ruta k”, podrían decirnos los titulares. Reaparece en
el recuerdo el Palacio Unzué, abierto para que los buenos ciudadanos pudieran
apreciar el lujo en que vivía el “dictador”, apenas unos meses antes de que
fuera demolido. Por no decir, o no querer recordar del todo, las aberraciones
que debió sufrir el cuerpo de quien en vida fuera Eva Perón. Cambian las
épocas, pero es casi el mismo imaginario el que intentan construir.
La tumba es imponente, una
enorme construcción emplazada en este sencillo cementerio. Lo rodea un parque,
con dos llamas ardientes, que dan cierta reminiscencia al fuego eterno de la
voluntad militante. Al ingresar, lo primero que oigo es la voz de ella, en
algún discurso de estos años que hemos transitado. La veo en la pantalla, en el
video que puede observarse en el Museo del Bicentenario que recuerda ésta
década, y me asalta el recuerdo de aquel 2010, cuando ingresé a Casa Rosada.
Ella estaba allí, sufriente, pero a la vez consolando a quienes ingresaban, a
los que intentábamos decirle algo y no nos salía, a los que le gritaban
“¡Fuerza Cristina!”, a todos. Nos contenía, en unos días que parecían
inexplicables.
El recorrido hasta el sitio
desde donde se puede ver el ataúd, esta enmarcado con imágenes de Néstor,
algunas de las que conocemos y forman parte ya de su mito. Su escape de los
protocolos, su mirada burlona, su permanente descolocación. Sobre el cajón,
destacan los pañuelos de HIJOS y Madres, de todos. La tapa de un diario con la
foto del genocida Videla, y su confesión de febrero de 2012: “Nuestro peor
momento llegó con los Kirchner”. Descansa allí también con él una de las
banderas que flamearon en Malvinas, gracias al Operativo Cóndor de los
compañeros peronistas. Objetos, que resumen sin dudas los puntos salientes de
su paso por la política nacional. Algo del acervo del modelo, ese que sigue en
disputa, en debate, en batalla.
Salgo conmovido, por lo que
significó su vida y su muerte, y por lo que encuentro de mí, de nosotros, en
este mausoleo. Cinco años han pasado, y juraría que muchos más. En estos días
de elecciones y balotajes lo extrañamos, más que nunca. Me alejo de una tumba
en la que no se dejan flores, sino remeras y banderas. De esas que aun seguimos
intentando llevar a la victoria.
A. Paco Urondo,
para el Ateneo Arturo Jauretche.